Asrin Mohammadi, originaria de Bukán (Kurdistán iraní), aprieta con fuerza el colgante redondo con la foto de su hermano Shariar. Teherán le tenía en el punto de mira porque desde hacía años asistía regularmente a las protestas organizadas por la situación económica o los derechos humanos en el Kurdistán. Un día, cuando las manifestaciones por la muerte bajo custodia policial de la joven kurdoiraní Mahsa Amini desbordaban las calles, un mensaje de texto le informó de la muerte de su mejor amigo, Mohammad. Al recibir la noticia, Shariar fue al hospital y preguntó por él. Nadie quiso informarle, así que el hermano se dirigió a la morgue del centro, situada en un edificio anexo, rompió el cristal de la entrada, entró, y encontró el cuerpo entre decenas de cadáveres acumulados. Lo cogió y se lo llevó a casa. En una foto que muestra a su hermana en el móvil se ve a Shariar sentada en el suelo de una habitación frente a un bulto envuelto en una sábana blanca.
“Lo quería entregar a sus padres. Sentía que se lo debía”, explica Asrin en una entrevista con EL PAÍS. A continuación, una cadena de acontecimientos terminó con la vida de Shariar y desembocó el exilio de Asrin. “Una noche, mi hermano huía en coche después de participar en las protestas. Las fuerzas de la Guardia Revolucionaria (CGRI) ―el cuerpo de Inteligencia ajeno al Gobierno que ejerce el control real del país― empezaron a seguirle ya dispararle los neumáticos. Perdió el control del vehículo y chocó contra una pared. Varios coches le rodearon y empezaron a dispararle. Murió en el hospital horas más tarde”. Tenía 28 años.
El seísmo social que supuso en Irán el estallido a finales de 2022 del movimiento Mujer, Vida y Libertad, surgido tras la muerte de Amini, ha tenido a lo largo del último año una respuesta implacable por parte del régimen. Hoy, la represión continúa contra quienes se resisten a callar. Familiares y amigos de fallecidos y detenidos buscan justicia donde nunca la habrá. El exilio, a través de la ruta que conduce por el noreste hacia el Kurdistán iraquí, se convierte entonces en la única salida frente a la persecución, la cárcel y la muerte.
Cuando faltaban pocos días para el aniversario de la muerte de Shariar, ocurrido el 18 de noviembre de 2022, Asrin empezó a planear la ceremonia para honrar su memoria. Ese día se encontró en el interior de una copistería esperando el póster que llevaría al cementerio. De pronto, dos hombres vestidos de paisano entraron en la tienda y le exigieron el móvil y el bolso. “Intenté librarme de ellos, pero me atraparon y me tiraron al suelo. Después, me sacaron de la tienda a rastras y me metieron en un coche. El hombre que se sentó a mi lado empezó a besarme ya tocarme”, recuerda Asrin con una rabia manifiesta. “Empecé a gritar y abrí la puerta del coche para lanzarme. Solo pensaba en morir. Entonces pararon el coche, me esposaron y me taparon los ojos con una prenda de ropa. Me presionaron con fuerza la cabeza entre las piernas y empezaron a darme golpes en la espalda”, recuerda.
El infierno del viaje continuó en el centro de detención donde la condujeron. Allí, varios agentes la encerraron en una sala y empezaron a pegarle. “No solo me dieron golpes por todo el cuerpo. Me acercaron una plancha caliente y me quemaron la muñeca y el brazo”, cuenta, agobiada. “Pasé la noche encerrada y por la mañana me mandaron a casa sin móvil y me ordenaron que regresara al cabo de unas horas para acudir a una vista con el juez”. El siguiente paso que dio Asrin, tras despedirse de su madre, fue organizar su huida con la ayuda de contactos. Estuvo escondida 24 horas, hasta que un vehículo la reconoció en el punto acordado y la llevó hasta la frontera. Ahora, semanas después, trata de recuperarse en un refugio seguro fuera de Irán.
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Persecución más allá de las fronteras
Aunque el exilio supone acceder a un lugar menos peligroso, Teherán mantiene una red de agentes y sicarios en el exterior que pueden tentar fácilmente contra los objetivos que desea eliminar. El pasado 16 de noviembre, el conocido abogado iraní Sohrab Rahmati regresó de su clase de karate. Al entrar a casa, alguien le puso una pistola en la cabeza. “Reaccioné rápido y le hice una llave para retorcerle el brazo, pero él disparó y dos balas me perforaron el abdomen”, explica a EL PAÍS en un lugar escondido de Irak. Desde entonces, cambia de lugar cada pocos días, con sus hijos y su mujer. Le protegen las fuerzas kurdas, pero se siente muy inseguro. Camina con dificultad, tras dos operaciones recientes. “No puedo volver a casa y no sé si podré seguir con mi trabajo”.
Rahmati dejó Irán hace años. Desde 2017 se ha encargado de la defensa de una decena de casos de exiliados políticos a los que Teherán ha intentado matar o secuestrar. “Hemos ganado juicios que han llevado a la cárcel a agentes del régimen. Irán presiona a Bagdad para que los libere, pero no siempre lo consigue”. Este abogado llevó el caso del conocido líder opositor kurdo Qadir Qadiri, asesinado en 2018 en Irak. Un tribunal condenó en 2021 a cinco personas por terrorismo con este caso. Antes de que intentaran asesinarlo, Rahmati había recibido dos ofertas del Consultado de Irán en Erbil ofreciéndole cooperar con ellos. “Primero intenta contactar contigo de manera amigable. Si rechazas su oferta, pasan al ataque para terminar con tu vida”, zanja.
Con 21 años, a Alireza Babaee se le ha terminado la juventud. Los últimos meses los ha pasado solo intentando encontrar un sitio donde dormir y un trabajo para poder subsistir. Antes, vivía junto a su familia en Sanandaj (Irán), estudiaba en la Universidad y asistía regularmente a manifestaciones para reivindicar una mejora de la economía. Cuando el caso de Amini estalló, su activismo fue a más. “La policía vino a casa y confiscó el móvil de mi madre. Le preguntaron dónde estaba yo y ella dijo que no lo sabía”, explica. Después de ese día, su madre se lo llevó a Teherán. Estuvieron un mes fuera de casa, pero al volver se unió de nuevo a las protestas, que esos días desbordaban las calles de todo el país ante la mirada atónita del mundo.
“Una noche, en una manifestación, un agente me disparó con una pistola de perdigones en la cabeza. Mira, toca”, dice, y se acerca el dedo hasta un pequeño bulto que sobresale visiblemente en el frente. “Cuando me dispararon no me llevaron al hospital porque teníamos miedo de encontrar a las fuerzas de Inteligencia, que entonces hacían guardia en los hospitales en busca de manifestantes”. Su madre logró quitarle algunos perdigones, pero tras aquello vivió aterrado. Hace seis meses cruzó los Montes Zagros hasta el Kurdistán iraquí para salvar la vida.
Lo que Hemn Khastan recuerda hoy con mayor ansiedad de su período de detención de 25 días fue cuando su interrogador le dijo que se lo llevaban al funeral de su padre. Era mentira. Su padre seguía vivo, pero esa frase le destrozó. “Me habían esposado, tapado la cabeza y sentado de cara a la pared. Me obligaron a desnudarme ya vestirme de nuevo. Después, me encerraron en una celda abarrotada. No se había duchado, solo un balde sucio. Un compañero de celda intentó suicidarse y se lo llevaron a una celda de aislamiento”, explica, añadiendo cómo antes de ser encerrado le ofrecieron trabajar como colaborador del régimen. Cuando se negó, le pusieron encima de la mesa la acusación que pesaba sobre él: actividad criminal contra el Líder Supremo y contra la República Islámica, cargos muy graves. “Me dijeron que si quería salir de la cárcel hasta el juicio debía pagar una fianza. La pagué, pero una vez en la calle no me dejaron en paz”.
Hemn era miembro de un grupo ambientalista en el Kurdistán y participaba activamente desde hace años en las manifestaciones que se organizan en esta región, estigmatizada y más pauperizada que otras zonas del país. “Vinieron a casa y me acusaron de pertenecer al partido kurdo opositor Komala, lo que es falso”, dice. Junto a las amenazas, “fabricación de nuevos cargos” y el “acoso” que sufrió durante varios meses, Hemn fue víctima de un engaño más. “Un día descubre que una chica que había conocido era, en realidad, una parasuelo ―nombre de un pájaro en lengua persa―”, explica. Con ese término se conoce a las mujeres que usa el régimen para obtener información de forma sibilina. Estando en libertad condicional, escondido y aterrado, su abogado le confirmará que si asistía al juicio le condenarían seguro a muchos años de cárcel con riesgo de ejecución. Después de ese día, Hemn abandonó el país.
Tras la muerte de Mahsa Amini, las familias de las víctimas han perdido el miedo a denunciar públicamente los asesinatos selectivos. Madres coraje que gritan en las redes sociales la muerte de sus hijos. El régimen ha identificado este nuevo frente y destina esfuerzos ingentes a impedir que se celebren ceremonias funerarias ya perseguir a los familiares que alzan la voz.
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