Cuando un Estado que se dice democrático, al que, como tal, le auspician las potencias occidentales, y al que, además, se le concede un plus de legitimidad histórica y moral; cuando ese país, Israel, pone en marcha una maquinaria de extinción de la población de un territorio del que es ocupante, ¿qué significa esto? El fin de la democracia, de su lugar entre las naciones libres y del margen de legitimidad que le quedaba. Y un desafío, tal vez mortal, al derecho internacional en su conjunto, impotente ante los desmanes de un Estado firmante de muchos de sus tratados. Eso es lo que el Gobierno de Netanyahu está consistente con su política genocida de los palestinos de Gaza.
La bien engrasada maquinaria de propaganda israelí trata de dar la vuelta a la realidad a cualquier precio. Un ejemplo es la denuncia, sin pruebas, de la connivencia de algunos trabajadores de la UNRWA con Hamás en el ataque del 7 de octubre. Con la retirada de la aportación financiera de los principales donantes, esta agencia de la ONU, de la que depende la subsistencia de casi dos millones de gazatíes, podría dejar de ser operativa en un mes. Pero Netanyahu no tiene límites: ha ordenado evacuar a Rafah, una iniciativa que ya no deja resquicio para la duda ni a sus más directos apoyos, los gobiernos de EE UU, Alemania y Gran Bretaña. Comienzan a escucharse algunas quejas, tarde, pero a tiempo quizás para evitar “una gigantesca masacre”, dicho en palabras de António Guterres, secretario general de la ONU.
La orden de evacuar Rafah, la última localidad al sur de la franja de Gaza, en la frontera con Egipto, llega cuando allí han sido arrinconadas 1,2 millones de personas, esto es, más de la mitad de la población. Se compara el espacio en el que malviven acampadas con la superficie del aeropuerto de Heathrow, en Londres. Pero en Rafah no es que no haya asientos o que el café sea aguachirle, es que, con suerte, hay un retiro para 500 personas y la lluvia hace un colchón de barro para todos. Y ahora, a estos supervivientes se les exige volver a partir para ponerse a salvo. Partir ¿adónde?
“¿Adónde iremos tras la última frontera? ¿Adónde vuelan los pájaros tras el último cielo?“, se preguntaba el poeta Mahmud Darwish en 1982, tras la salida de Beirut de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Han pasado más de 40 años y la distopía de los Acuerdos de Oslo ha llegado a los palestinos, esta vez sí, contra la última frontera en su propia tierra. Ya no hay más cielo. Egipto no va a permitir el paso: la consumación de la limpieza étnica le saldría demasiado cara al corrupto régimen del presidente Sisi.
Al menos de momento.
Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete
Sigue toda la información internacional en Facebook y Xa menudo nuestro boletín semanal.
Suscríbete para seguir leyendo
Lee sin límites
_