Hay victorias que definen y obligan, y marcan toda una carrera, imposible huir de ellas. Y el tiempo que pasa después acelera, y es un espejo que responde siempre a todas las preguntas, todas las dudas, qué he hecho de mi vida. Nueve años después, Fernando Gaviria, una carrera explosiva marcada por dos victorias sobre el Cavendish invencible de 2015, vuelve a enfrentarse al inglés, 38 años ya, y una obsesión, lograr que el tiempo se pare, que se le escape entre los dedos. Como entonces, Gaviria gana, pero, y sorprende la tristeza, la seriedad de su ademán, no levanta los brazos. Casi hunde la cabeza entre los hombros, como hacen los que casi lamentan hacer lo que han hecho para ganar. Ha hecho un sprint perfecto, un equilibrista en el acero: después de aprovechar una rueda de Cavendish, un asiento de primera fila por el que nadie le peleó, el lanzamiento del tren atómico de los Astanas sabios y fuertes, Bol y Morkov, midió el espacio y el tiempo, se abrió a su izquierda y comenzó a desbordar, el cohete Gaviria despega, gritan en las radios, buscando al mismo tiempo el refugio de las vallas. Cierra el paso a un joven italiano, Davide Persico, que quiere aprender y duda cuando se le estrecha el hueco. No pasa. Solo se queja levantando un brazo mientras Gaviria, vencedor, hunde la cabeza.
“Se abrió los caminos que se tenían que abrir”, dijo, con voz bíblica, bajo profundo de cantata de Bach, Gaviria, quien nada más terminar va a donde se recupera el derrotado, y cuando este, que le niega la mano, le Dice que le ha cerrado, le responde que quizás, pero que no lo ha hecho aposta. “Pero en realidad puede tener razón Persico”, añade el ganador ante los periodistas. “No he visto ni siquiera el vídeo, incluso habló con él y le pidió disculpas”.
Tercero llega a Cavendish
Cuando ganó por primera vez un sprint a Mark Cavendish, Fernando Gaviria era un chavalín imberbe de 20 años, un pistard del velódromo de Medellín decidido que había llegado con un plan al Tour de San Luis, en Argentina. Quería hacer ruido. Quería él, que apenas había salido de Colombia y al que muy pocos conocían, lograr victorias resonantes ante el mejor velocista quizás de la historia, el único Cavendish. Para ello, preparó varias estrategias con su entrenador, Jhon Jaime González, ensayó. Le ganó dos veces al inglés invencible. Auge. Seis meses después, Gaviria, tras ganar un Mundial de pista, fichó por el Quick Step, el equipo belga cuyo mayor orgullo es contar siempre con el mejor sprinter del momento. Es el equipo de Cavendish. En agosto de 2015. Cavendish sobra. Se va al acabar el año y Gaviria se deja barba de lobo y devora los sprints. Es Fernán Dios. Es una proclamación de futuro: Colombia no es solo tierra de escarabajos, de escaladores menudos. A los 21 años reinventa el sprint en la avenida de Grammont, la catedral del sprint, el kilómetro con el que todos los sprinters soñaban cuando allí acababa la París-Tours; a los 22, cuatro etapas y maglia ciclamen en el Giro del 17; a los 23, dos etapas del Tour del 18. A los 24, el declive, acelerado a los 25 por un covid persistente que le muele. A los 29, hace un par de semanas, nada más comenzar el año, Gaviria vuelve a mirarse al espejo. Deja la barba en una perilla de pequeño burgués en el París de los 60. Poco convencido por el cambio, quizás, o por la respuesta del espejo, Gaviria se sigue quitando pelo de la cara y termina la sesión con un bigote más de cómico italiano. , tan peso y ancho, que de galán Alain Delon, con el que sale junto al lago de Paipa a buscar la derrota de Cavendish, su amigo. Amistad de velocistas que se quieren y se respetan.
No hay quien reconozca en el Cavendish hasta gracioso, sonriente, dócil, que, acompañado del primer hijo de su mujer, Peta Todd, que ya tiene 18 años, se deja abrazar por toda Colombia. Se cuidan uno a otro. Cavendish, el chaval gamberro de la isla de Man, y Finnbar, el niño ingenuo que ha vivido de cerca los momentos de triunfo y los duros años de depresión de su padrastro. Cavendish se acerca a la mesa en la que está comiendo el chaval con periodistas barbudos y lo primero que hace es comprobar cuánto vino ha bebido, entre la admiración y el cariño, y Finnbar se preocupa cuando Mark le dice que lo ha pasado fatal con la altura, los más de 2.500 metros de altitud de Paipa, que algunas veces pensaba que se ahogaba, y que la saturación de oxígeno le bajó a 94. Pese todo, en la altura, en la recta de Duitama, frente a la fábrica de gaseosas de Postobón, escenario del sprint de más rabia que se recuerda, el que le dio a Miguel Indurain el segundo puesto del Mundial 95 por delante de Marco Pantani, por detrás ambos del fugado Olano, Mark Cavendish, 34 victorias de etapa en el Tour, intenta lo imposible.
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